¿Se han puesto a pensar alguna vez en la cantidad de fotos en las que debemos aparecer sin darnos cuenta? La cantidad de personas que nos tendrán entre sus albumnes familiares, en las partes del mundo por donde hayamos andado; o mejor aun, en las partes del mundo en las que hayan andado los turistas que nos capturararon. ¿Se imaginan, por ejemplo, que alguien que vive en Bélgica, tenga una foto nuestra tomada en Termas de Río Hondo?
Es inquietante pensar en la circulación de las imágenes y su despojo, su doble condición de exponer y al mismo tiempo esconder aquello que se muestra. Recuerdo ahora con claridad una foto que había en la casa de mi amiga Lucía, aparecía ella, su hermana y un muchacho, todos sonriendo. Cuando le pregunté quien era ese chico, me dijo, no sé, uno que robó cámara. ¿Cuanto podíamos saber de ese anónimo del que apenas teníamos registro por la imagen?
Es conocido que algunos pueblos originarios reniegan de la fotografía por el temor de que en esa captura se roben el alma. Sin entrar en detalle, me interesa quizás asimilar ese robar el alma al borramiento total del sujeto en la imagen. ¿Cuanto queda de nosotros, de lo que somos o de lo que peleamos ser?
Me encanta la fotografía por lo inasible, porque en su contemplación se suspende la palabra y dejamos de ser sujetos narrativamente coherentes. Pero también me interpela la fotografía porque no puedo olvidar a Faustine, a quien solo conocimos por ese invento de Morel.
1 comentario:
Jorgito y la Flor me compraron un cuadro de dos negros sentados en cartagena, con una bici, charlando. Se les ve bastante la cara exótica y los rasgos caribeños...
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