Duerme el albino la mona en la vereda mientras en la esquina estalla una sinfonía poco armónica de bocinazos y vituperios y el gobierno de la ciudad taladra el pavimento. Además quema el sol que daña su blanca piel.
Los que caminamos a su lado respetamos la aureola de calma que lo envuelve y procuramos no patear los restos de tetra que yacen a su costado.
Alguno hubo que osó acunarlo con el clásico arroro, otro cubrió su cara con papel de diario para evitar se incinere.
Me gusta la solidaridad urbana que este buen y cansado hombre provocó. Sirve de antídoto contra algunos escepticismos.
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